La Boca del Abra
Cuenta una historia muy
fantasiosa escrita por don Pedro Castera, supuesto veterano de la guerrilla
tamaulipeca, que en mayo de 1864, la División del general Félix Charles Douay,
marchaba de San Luis Potosí a Tampico con el objeto de establecer en ese puerto
un cuartel general y ocupar militarmente Tamaulipas. Esta romántica historia
novelada no coincide con los hechos reales, pues en el año y mes en que la
sitúa su narrador original, el general francés se encontraba por Guadalajara,
por lo que este hecho acontecido en El Abra de Tanchipa, debió ser en agosto de
1865, fecha en que Douay estaba en San Luis Potosí. Contaría don Pedro Castera
que, el general Douay en las poblaciones potosinas que encontraba a su paso,
iba dejando pequeños destacamentos, y otro tanto proponiéndose hacer con las
villas de Tamaulipas que estuvieran a su paso. Al tomar el camino de Ciudad del
Maíz, Nuevo Morelos sería el primer municipio en ser tocado por sus tropas. Las
guerrillas juaristas, formadas por rancheros de la región, se internaban en las
sierras, hostilizando a su paso la columna, fuerte de cuatro mil hombres;
diariamente repitiéndose escaramuzas, con mayores pérdidas para los franceses
que para los republicanos. Había entonces en la parte sur de Tamaulipas, un
pobre y oscuro guerrillero, poco recordado por cierto, que se llamaba Juan
Bújanos, quien tenía grado de comandante de nuestro ejército. Los atropellos
del coronel Dupin, de infausta memoria y jefe de las contraguerrillas, lo
habían obligado, como a otros tantos, a empuñar las armas para defender nuestro
invadido territorio.
Cañon de Abra de Tanchipa en el municipio de Antiguo Morelos
Se contaba que Dupin, en una de tantas expediciones, había
incendiado la ranchería de Bújanos, fusilado a su madre y violado a su esposa.
Juan Cristóbal Bújanos era un hombre de unos 40 años, de estatura mediana,
moreno, nervudo, de ojos, pelo, cejas y bigotes negros, vestido de cuero,
montaba magníficos caballos y daba pruebas de grande actividad, audacia y
valor. Contrario a Pedro J. Méndez figura mítica de nuestra historia, Bújanos
ha quedado oscuro, sin embargo, ambos eran igualmente patriotas y valientes.
Cuando supieron que la columna Douay marchaba sobre Tamaulipas, Méndez se
encargó de defender el paso de la sierra, por el camino que conduce de Tula a
Tampico, mientras que Bújanos lo haría en el paso de la Boca del Abra,
municipio de Antiguo Morelos. Tula fue ocupada por los franceses al igual que
la villa del Valle del Maíz, y de estas dos poblaciones salieron dos columnas,
que obrando combinadas, deberían forzar el paso de las gargantas de la sierra.
Cuando pasó por la villa de Nuevo Morelos, el general Douay debió hacer lo
mismo que realizó en las otras poblaciones: dejar un puñado de hombres, algo
que sin duda, debió hacer también en el antiguo Morelos, población que era
gobernada en ese tiempo por don Cirilo Espitia. Las águilas francesas se
paseaban orgullosas por la mayor parte de la República; las águilas nacionales
se ocultaban en nuestras sierras, para en ellas defender la legitimidad del
gobierno emanado constitucionalmente. Un veterano de la región de El Mante
recordaría años más tarde: “[…] cada día era para nosotros un nuevo desengaño,
porque cada día también contaba para nosotros una nueva defección y para los
invasores un nuevo triunfo. Llevábamos un año de una serie no interrumpida de
vergonzosos descalabros y de ignominiosas derrotas.” El comandante Cristóbal
Bújanos, con cien hombres, ocupaba la parte de la mesa de la sierra de
Tanchipa, más inmediata al cañón del Abra; la columna Douay haciendo jornadas
de cuatro leguas, avanzaba lentamente sobre la cañada. Nuestros rancheros
estaban resueltos sencillamente a morir pelando por la República. Cuando los
exploradores de la columna imperial llegaron a la Boca del Abra, es decir, a la
abertura de las montañas que empieza pasando El Pachón -por las pedreras–
Bújanos los dejó pasar sin oponer resistencia alguna. Regresaron al campamento,
que muy probablemente se localizara en la villa de Antiguo Morelos o en El
Lagarto, e informaron a su comandante del parte sin novedad, y sin sospechar la
presencia de las tropas republicanas, emprendieron de nuevo la marcha y se
internaron en el angosto y largo cañón, cuya parte superior ocupaban los
chinacos. La columna Douay, dividida en dos gruesas columnas, marchaba
tranquila, simétrica, regular, como podría marchar en una gran parada; los
oficiales franceses admiraban la hermosura del paisaje, a la vez que procuraban
conservar el mejor orden de marcha. El sol había recorrido la cuarta parte de
su gigantesca curva cuando empezó la defensa. La primera columna llegaba a la
mitad del cañón cuando los guerrilleros de Bújanos comenzaron a hacer caer
sobre ella una verdadera lluvia de grandes pedruscos, proyectiles colocados
allí por la naturaleza para nuestra defensa. Monolitos de algunos metros cúbicos
eran lanzados por nuestros soldados sobre los que formaban la columna. Unas
vastas palancas movidas por cuatro o cinco hombres bastaban para lanzar desde
aquella altura grandes rocas que pesaban centenares de arrobas. Las piedras
caían sin hacer ruido, siniestras y terribles, sembrando el espanto y la muerte
a su derredor.
Charles Douay
El declive fuertemente
pronunciado del piso del cañón del Abra, hacía que las piedras fuesen rodando
sobre sí mismas y que no pudieran detenerse antes de doscientos o trescientos
metros; las rocas desprendidas adquirían fuerza por la caída, y al ir
rebotando, causaban espantosos estragos en la columna francesa, en la cual se
introdujo el desorden pasados unos cuantos minutos. Los soldados imperialistas
comenzaron un fuego nutrido de fusilería, mientras las rocas los aplastaban. Durante
una hora o poco más, la columna de Douay se batió intrépidamente, tratando de
avanzar. Algunos de los soldados de Bújanos heridos por las balas de los
invasores, caían del borde superior sobre el fondo del barranco, e iban como
las piedras, rebotando sobre las asperezas de las rocas. Aquellos eran
proyectiles humanos. Al medio día la columna, que había hecho alto, se vio
obligada a contramarchar, acampando a las afueras del rancho El Pachón, a la
entrada del cañón; mientras nuestros soldados, ebrios por el triunfo de haber
hecho retroceder a tres mil hombres, seguían ocupando las mismas posiciones. Durante
la tarde del mismo día, los franceses trataron de asaltar la mesa de la sierra;
pero esto era imposible y renunciaron pronto a encontrar otro paso. Al
anochecer, las fogatas anunciaban las respectivas posiciones. No se habían
recogido los heridos; se escuchaban quejas que subían del fondo del barranco,
mezcladas con rugidos: las fieras recogían el botín de la batalla. Los árboles confundían
sus perfiles con las sombras, y en el cielo densas nubes opacaban el fulgor de
las estrellas. Débiles relámpagos iluminaban a veces hasta el fondo de la
cañada, en el cual los heridos se defendían de los jaguares, pero lo
instantáneo de su luz no permitía apreciar detalles que probablemente han deber
sido horrorosos; por los horizontes se mezclaban las sombras, los mantos
obscuros de las montañas y las nubes, más obscuras aún de la atmósfera, en una
sola masa negra. En aquella noche los astros estaban reemplazados por las
fogatas militares. Como a la media noche, los rugidos de las fieras cesaron y
en el campamento republicano se introdujo la alarma, los felinos guardaban el
paso del barranco y cuando se retiraban a la selva, era porque la columna
avanzaba. Douay, queriendo evitar aquella horrible carnicería, trataba de pasar
protegido de las sombras de la noche. Las fogatas seguían brillando para
engañarnos y la columna se había puesto en marcha. Las fieras habían dado la
alerta. La columna, con igual orden que en la mañana, se movía silenciosamente,
avanzando por el mismo camino. La artillería y los furgones no causaban ruido
alguno, los soldados no hablaban, parecía una precesión de fantasmas. El
comandante Bújanos dio orden de incendiar el monte y proseguir la defensa. Los
tizones de las fogatas comunicaron el fuego a los pastales de las laderas y
algunos árboles, y minutos después se vio a la columna francesas aprovechar
aquella luz para romper sus fuegos sobre nuestros soldados. Las piedras gigantescas
comenzaron nuevamente a caer y a despedazar a la columna. La garganta de la
sierra estaba perfectamente iluminada y durante algún tiempo pudo observarse a
la columna Douay avanzar con perfecto orden tratando de conquistar paso. Los
peñascos arrancados de su centro de gravedad por las palancas de los soldados
de la república llovían sobre el fondo del barranco. Los franceses caían
aplastados como por bombas de a placa. A las dos o tres horas de aquel combate,
la columna francesa se replegaba en desorden a su campamento por segunda vez,
dejando el piso de la Boca del Abra cubierto de cadáveres y de heridos
espantosamente mutilados. Nuestros soldados ocupaban sus posiciones, esperando
que al amanecer escucharan el toque de parlamento del enemigo. Pero éste sería
el fuego del cañón. Durante la noche los franceses habían colocado en posición
las piezas de artillería y aprovechando la luz de las fogatas juaristas, habían
fijado sus punterías. Cuando el sol se levantaba sobre el horizonte formado por
montañas, las granadas caían sobre los patriotas soldados de la república,
envolviéndolos entre nubecillas de humo. En la mañana siguiente se volvió a
combatir con la misma bravura, hubo bajas tanto de imperialistas como de
republicanos. Finalmente después de horas de intenso combate, las águilas
francesas retrocedían ante las águilas nacionales, que orgullosamente se
enseñoreaban de la montaña de la sierra de Tanchipa en su parte tamaulipeca.
Ante este fracaso y ante la razón imperativa de abrir comunicación entre San
Luis Potosí y Tampico, el gobierno imperial dispuso el avance de otra columna
al mando del comandante Delhoye la cual finalmente si logró su objetivo de
reforzar a los imperiales del puerto jaibo. Quedando para la historia la acción
de la Boca del Abra, lugar donde el poco recordado y homenajeado comandante
Bújanos, con apenas cien hombres, derrotó a uno de los más afamados generales
franceses de la época, el general Félix Douay.
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