Estalla la guerra de independencia en Tula
Gracias a los relatos que el profesor Manuel Villasana Ortiz rescató
décadas después, los tultecos pudieron conocer los hechos ahí acontecidos durante el inicio de la guerra de
independencia, siendo esto parteaguas para que la revuelta se extendiera a mas partes del Nuevo Santander.
Por: Marvin Huerta Márquez.
En el año de 1810 era Tula un
pueblo de cerca de mil quinientos habitantes. Fuera de los contados edificios
que había alrededor de la que hoy se llama plaza de la constitución,
pertenecientes a las antiguas familias de Gutiérrez y Fernández, las casas
eran, en su mayor parte pobres chozas de paredes de adobes y techos de palma. A
uno y otro lado de la actual calle principal, que entonces no pasaba de ser una
vereda cortada por la barranca del Arroyo Loco, se extendían solares sin cerca
cubiertos de frondosos mezquites.
Esto no obstante, Tula tenía su
relativa importancia al ser el punto de la colonia más próximo a la capital de
la Intendencia de San Luis Potosí, a la que el Nuevo Santander pertenecía, y
por ser la llaveo entrada de los intrincados ramales de la Sierra Madre
Oriental, donde tenían su albergue numerosas tribus indígenas, como los
chichimecas en Naola, los pisones en Santa María de Loreto, y otras en las
sierras de Palmillas y Bustamante. Los mascorros, bastante numerosos, formaban
la misión del pueblo y se extendía por los planos de la Laguna hasta el pie del
Cerro Macho.
Los descendientes de los colonos
traídos por el conde de Sierra Gorda se ocupaban de las labores de la
agricultura, muy pocos como pequeños propietarios, y los más trabajando a
jornal en las haciendas de los españoles. Estos, como sucedía entonces en toda la Nueva España,
formaban la clase dominadora.
Calle céntrica de Tula en la época que don Manuel Villasana escribió este relato. Foto: Fototeca del Instituto de Investigaciones Históricas de la UAT.
A pesar del atraso que había
entonces en las comunicaciones, en Tula se tuvieron noticias del levantamiento de
Dolores a fines de septiembre o principios de octubre y esa noticia fue acogida
con interés extraordinario y propagado de boca en boca, aunque en voz baja,
entre todos aquellos mal hallados con la dominación española. Pronto se
empezaron a formar reuniones clandestinas donde se comentaba aquel estupendo
suceso y surgió desde luego en todos los ánimos el ardiente deseo de secundarlo.
Las autoridades de la villa, que
lo eran el alcalde, los empleados del fisco y el Jefe de la Guarnición,
compuesta de cincuenta dragones, tomaron desde luego todas las medidas que la
gravedad del caso requería para impedir que el orden se alterase; pero a pesar
de esas medidas, aumentaban las inquietudes, se fermentaban los odios y se
fomentaban las esperanzas. Los que simpatizaban con el movimiento de Hidalgo se
reunían secretamente en casa de un individuo de nombre Lucas Zúñiga, y allí fue
tomando cuerpo la idea de insurrección, enardeciéndose los ánimos para
arrojarse a la temeraria empresa. Más de una vez en aquellas juntas, por la
contrariedad de opiniones o por deshacerse de algún traidor que amenazaba
delatar a los comprometidos, corrió la sangre en la casa de Lucas, procurándose
en seguida ocultar las averiguaciones de la justicia y el verdadero motivo de
aquellas sangrientas escenas.
Llegó en esto la feria que
anualmente se celebraba en la villa de Tula, la cual comenzaba el día de Todos
Santos. Para esa fecha la conspiración se había formalizado y tenía ya un jefe,
recayendo el cargo en un labrador de nombre Mateo Acuña, muy apreciado por
todos por su honradez y por su fuerte carácter. A él se debió principalmente la
organización del movimiento de insurrección en Tula: él vendía sus bueyes y
vacas para proporcionar armas; se ponía también en comunicación con las tribus
indígenas de los alrededores, atrayendo a la causa al gobernador Reyes Pérez,
jefe de los indios de la misión de Tula. Como la feria había hecho acudir a la población
a los habitantes del campo, esta circunstancia dio magnífica oportunidad de
propagar la idea del levantamiento, así es que al terminar las festividades a
fines de noviembre de 1810, todos esperaban con ansia la hora en que el
movimiento estallase, buscando sólo un pretexto cualquiera.
Había entre los conspiradores dos
que por su decisión y arrojo estaban siempre dispuestos a toda acción que se
proyectase: Bernardo Gómez de Lara y su primo Martín, ambos conocidos por la
raza con el sobrenombre de “los huacales”. El 4 de diciembre, Bernardo,
buscando pretexto para armar tumulto y dar así motivo al levantamiento, trató
de introducirse, con apariencia pacifica, al cuartel de la guarnición española;
y como el centinela se le interpuso, dándole un golpe en el pecho con la culata
de su fusil, Bernardo le arrancó el arma y le pegó con ella en la cabeza,
cayendo muerto sin exhalar un grito.
Una vez dentro del cuartel,
Bernardo Gómez se dirigió al banco de armas, y abrazando cuantas pudo, las
arrojó a la calle, siendo ahí arrebatadas por la multitud que había acudido
tras de su jefe, asechando el resultado de aquella acción atrevida. Bernardo
logró salir e incorporarse a sus compañeros, no pudiendo hacer los soldados
otra cosa que encerrarse en el cuartel, que fue sitiado inmediatamente por los
amotinados.
Aunque la población quedaba desde
aquel momento a merced de los sublevados, no se recuerda que éstos hayan
cometido los excesos que eran de suponerse. Si estos ocurrieron, fue tiempo
después, cuando los realistas tomaron la ofensiva.
El riguroso sitio y hostilidad a
la guarnición duro hasta la noche del 7 de diciembre de 1810, en que, con
motivo de la función de la Purísima que tenía que celebrarse el siguiente día,
el cura de la parroquia mandó suplicar al jefe de los insurgentes que se
retiraran, permitiendo la salida de la procesión y demás actos de culto. Así lo
hicieron aquellos, yendo a sitiarse al lugar que entonces llamaban la Misión,
donde estuvo después la plaza de toros, y que hoy se llama plaza de la
Libertad.
Aprovechando esa coyuntura y
favorecidos por la obscuridad de la noche, los soldados salieron furtivamente
del cuartel, para después alejarse de la población.
Al quedar los insurrectos dueños
absolutos de la plaza, procuraron hacerse de recursos, para lo cual dispusieron
el saqueo del estanco, que no era otra cosa que una tienda de gobierno en la
que se ejercía el monopolio de todos los artículos de consumo que se importaban
de otras poblaciones, pues sólo era libre el comercio de los efectos que producía
la localidad. El 12 de diciembre, día de la virgen de Guadalupe, patrona de los
insurgentes, éstos celebraron su fiesta con un paseo militar, yendo a la cabeza
de la multitud Bernardo Gómez de Lara, montado a caballo y portando traje de
gala y sombrero de tres picos, distintivo de los jefes del estanco. La multitud
gritaba vivas a la virgen y mueras a España.
Al tiempo de estos sucesos acontecidos
en Tula, en San Luis Potosí ardía también la insurrección iniciada el 10 de
noviembre por Villerías y Herrera, circunstancia que sin duda favoreció a los
sublevados del Nuevo Santander, impidiendo a las autoridades virreinales enviar
inmediatamente tropas para sofocar este movimiento. Sin embargo los vecinos
realistas de Tula lograron hacer del Valle del Maíz viniera a sofocar la
rebelión el jefe Villaseñor. Al saber la aproximación de éste, los insurrectos
evacuaron la población, remontándose a las serranías circunvecinas.
Bernardo Gómez de Lara (? - 1811) junto con Mateo Acuña, Lucas Zúñiga, y Martín Gómez de Lara, encabezó el levantamiento armado en Tula en diciembre de 1810. Tras la derrota en la batalla del 21 de mayo de 1811, reunió un grupo de rebeldes y continuó la lucha armada en la región. Se integró posteriormente al movimiento rebelde del padre Pedroza, Tomás Baltierra, Landaverde, Guadiana, Botello y otros cabecillas que operaban en el bajío. Después de la toma San Miguel El Grande, Bernardo Gómez de Lara fue capturado y fusilado la noche del 18 de noviembre de 1811.
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